Noche en la tierra (¡Me meo!) - Burkina the revist

Noche en la tierra (¡Me meo!)

(Publicado en Wells &  Bea-Murguía en abril de 2006)

Queridos amigos,

me voy a agarrar al tópico, de nuevo, para cantar que la realidad una vez más ha superado a la ficción y a las pruebas me remito que lo que me dispongo a relatar aquí es la pura verdad de una de las noches más frikies de mi vida. De pronto me he visto de secundario en la sexta historia de «Night on earth«, esa peli sobre taxistas de noche en cinco ciudades del mundo.

Estuve, por la tarde, en una lectura de fragmentos de novelas de David Torres, un tipo de acto en el que me reconozco puramente virgen. Jamás había ido a nada parecido y no sabía qué me iba a encontrar, si sacrificios humanos, si orgía sadomaso, si bondage… Lo que me encontré, además de un puñado de gente que merece la pena conocer, fue a Jesús Urceloy (busquen en Google que aparecen muchas entradas con su nombre)… Yo no tengo memoria ni para la risa, y de eso ayer tuve ración triple, pero invito a algún bloguero con libreta a que reproduzca aquí los sonetos pornográficos (¡delirantes!) que recitó este hombre, con un tono de voz equivalente a su corpulencia de Falstaff impagable. El tío gesticulaba como un clásico en pleno ataque de inspiración en aquel bar atendido por un andrógino mutante y pop-Camela, esqueje humano, mezcla genética de David Bimbal y Bustamante. Bulería, bulería, dejamos poca propina: al pobre chaval se le va el sueldo en mechas (y eso que no explota) y en sacar brillo al crucifijo blanco de diamantes, pesado como un castigo que apenas permite levantar la mirada del suelo; tan grande que en su radiante cruceta cabían dos Cristos atravesados (y deslumbrados).

Pasé tan buen rato con este hombre que, aunque mi intención era venirme pronto a casa, todo se me truncó. En primer lugar, sólo un cara de huevo como yo deja el coche en el aparcamiento del Corte Inglés, esa avaricia verde que se extiende como un mal crónico y que pronto se habrá adueñado de todo (hasta de ustedes). Cuando quise recoger mi coche, el monstruo Polifemo ya había cerrado sus fauces, harto de tragar ilusiones (y coches grises).

Ya que la boca del garaje del Corte Inglés tenía el metálico labio superior sellado, probé por el otro lado… El culo… Más cerrado que el de Clint Eastwood en «Brokeback mountain«. Literalmente, me había quedado tirado en la puta calle de la Princesa. Republicano, por una vez, me fui al metro. En su boca de Caribdis urbano, arremolinados, volví a encontrarme a los poetas.

Fui con una de ellas, Vanessa Montfort, charlando admirado hasta la estación de Nuevos Ministerios donde era mi intención coger un Cercanías que me trajera a casa. Me extrañó que los tornos estuvieran abiertos y la máquina expendedora de billetes fuera de servicio. Una invitación explícita a colarse sin pagar. Comprobé, por los luminosos, que aún circulaban trenes y entré pensando en qué le diría al revisor si me pedía el billete.

Los horarios del andén me aseguraban que aún habían de pasar varios trenes que me llevaran a casa, así que me senté paciente y despreocupado, inmerso en la acompañada soledad fluorescente de la estación, leyendo. En el andén, sólo el rugido de los raíles lograba acallar el cacareo de una dicharachera mujer de edad, que llevaba una enorme maleta roja con un marido empequeñecido y con gafas, y tres abultadas ensaimadas. Para mí que venían de Mallorca… De la isla, claro, no de la pastelería.

La mujer gesticulaba ardiente ante el mozo de la limpieza que, apoyado en la mopa, y tengo para mí que ya hipnotizado por la charla mesmeriana de Caponata, tal vez convertido en piedra por la mirada de Medusa, se encogía de hombros, ese gesto que bien sirve para quitarse la caspa o la responsabilidad. Ya llevaba un buen rato esperando en vano: en ese lapso debían haber pasado uno o dos trenes para mi casa, pero lo único que había transcurrido era el tiempo. Me acerqué lleno de inquietud al Trío Calavera y pregunté si sabían ellos qué sucedía…

— «Hay huelga, hijo mío«, me dijo la señora, «no sabemos si hay o no hay trenes…» y una larga retahíla más de quejas, lamentaciones, explicaciones dudosas y retórica de mercadillo que me veo incapaz de reproducir aquí: no llevaba grabadora.

Llamé a mi mujer para explicar la situación. Me insultó (con razón) y no me creyó. No se lo tengo en cuenta. Yo tampoco me lo creería. En ese momento era casi medianoche. La mujer estaba a punto de convertirse en Licaón. Había que huir. Me estaba meando desde hacía un rato y el chorreo de la señora era tal cascada de palabras que producía un indudable efecto diurético.

— «Yo me voy«, dije aprovechando que la mujer hizo una breve pausa para respirar. Observé al marido y me compadecí de él: ¿cómo será estar casado con Unión Radio? Un castigo del Hades comparable a la piedra de Sísifo, al águila de Prometeo, al tonel de las Danaidas.
— «¿Te vas en taxi?«, me preguntó.
— «Sí, señora. No queda otra«, dije resignado.
— «Nos vamos contigo«, decidieron la mujer (y el marido).

Esto me chafó un poco, porque mi intención era mear en la calle, tras una jardinera de los Nuevos Ministerios, al precio que fuera. En el ascenso de los infiernos, Eurídice no cerró la boca. Sostengo la teoria de que ésta es la verdad del mito. A pesar de la advertencia, Orfeo se dio la vuelta, no para asegurarse de que su amada lo seguía, sino para decirle:

— «¡Te quieres callar de una puta vez!«.

Porque lo de Eurídice era un amargo y alargado reproche: que si me has dejado sola, que si no hay derecho a que haya huelga, que si tenías que haber visto a la serpiente, que si está mi chico esperando en la estación de Colmenar. Varias veces me volví, en las escaleras mecánicas, por si se volatilizaba (dejando allí las ensaimadas), pero no. El esforzado marido y yo cruzamos la mirada. Leí en sus ojos y comprendí que la idea de hacerla desaparecer no era original.

— «Si usted va a Tres Cantos y nosotros a Colmenar, podemos compartir el taxi«, me propuso una vez arriba la mujer.

Acepté, porque me estaba meando vivo y el control de esfínteres siempre ocupa una parte enorme de mi cerebro y, más que por el dinero, por la dificultad de encontrar un taxi a esas horas. Al cabo de un rato, ni mucho ni poco, una eternidad si se está usted meando vivo, apareció un taxista jovencito que antes de abrir el maletero para meter al marido (la maleta viajaba en primera con la señora), quiso saber nuestro destino.

— «Un mingitorio«, dije. «Y estos señores, a Colmenar«.

El taxista accedió a meter el cadáver viviente del macho en el maletero. Yo me senté delante, apretando fuerte las piernas. En el eterno trayecto en taxi, la mujer me hizo un resumen de sus ocho días maravillosos en Mallorca. Jamás pensé que una conversación sobre el buen tiempo pudiera dar tanto de sí. Me estaba meando vivo. Empecé a sudar. Dudé de si sería sudor u orina lo que me resbalaba por la sien.

— «Una semana en Mallorca con usted será para mear y no echar gota«, dije. El taxista me miró ojoplático. La señora no me había oído. En su fatuidad, hacía rato que se estaba contando que su hija es médico.

El conductor comprendió que una radio acalla a otra y subió el volumen. La señora hizo lo propio, pero su verborrea quedó acolchada, como si le hubiera puesto sordina. No le importó. No calló. Yo me meaba. El Barça había ganado al Benfica. Pagué la carrera hasta Tres Cantos. No me importó que la mujer pensara que había salido ganando con el trato. Eso era la verdad, pero el silencio fue suficiente premio. Sólo lo rompió el crepitar del pis sobre la base de un árbol. ¡Qué delicada sinfonía!

X. Memeo-Murguía

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