Yo te lo cuento - Burkina the revist

Yo te lo cuento

Recuerdo aquella campaña de publicidad que hiciera, hace ya unos años, el Gobierno Vasco para promocionar el turismo en Euskadi y cuyo lema, bastante acertado para mi gusto, era “Ven y cuéntalo”. Tengo yo la mitad de mi genética ubicada en aquella tierra fantástica, donde la semilla de la intolerancia política ha hecho tanto daño, y gran parte de lo mejor de mi infancia y juventud invertida entre sus valles y montañas como para poder confirmar el eslogan: a Euskadi hay que ir para contarlo.

La otra mitad de mi origen se halla aquí, en la lejana Galicia, él último territorio auténtico de España, una tierra mística donde el sol termina cada día su recorrido diario por la bóveda celeste. Hasta aquí llegaron los romanos y lo declararon el Finis Terrae, porque, frente a lo abrupto de sus costas rocosas, uno se siente invadido por el vértigo sublimador del fin del mundo, con la certeza de que más allá sólo hay monstruos.

Aquí me he venido a matar el mes de julio, para olvidarme del rigor canicular de Madrid, que este año (una vez más) ha sido intenso. He instalado mi “despacho” frente a un ventanal que me ofrece unas vistas tranquilizadoras de la Ría de Arosa, aunque por muy poco no se llega a ver el mar: me lo tapa una espesa cortina verde de eucaliptos y carballos.

Es la última habitación de la casa, donde tengo la posibilidad de abrir el ventanal de par en par y fumar sin que nadie me caliente la cabeza, porque aquí el trato es exquisito, la comida es excelente y el precio… El precio es de risa.

Estoy en casa de mis padres, claro… Tentado de regresar.

A diferencia de los fumadores de cigarrillos, los aficionados a los habanos elegimos el momento de consumo. No existe ni una pizca de adicción en el disfrute de cigarros premium, pero sí una planificación, una premeditación, que nos permite gozar de un buen habano cuando se dan las circunstancias propicias para ello.

Por eso siempre hay que llevar un habano en la recámara.

El viernes, a eso de las doce, abrí a tope la ventana de mi cuartito, desde la que no se ve el mar, pero se intuye. La brisa venía de norte cargada de salinidad, de ese aroma ahumado de los puertos que tanto me recuerda al del mejor whisky que jamás he probado. Rebusqué entre las joyas que me he traído para acá y di con un Petit Coronas de Rafael González Márquez (VG Mareva, 129 mm x 42), un cigarro suave y amable, como un amigo leal que sólo da buenos consejos. Me serví un Bitter Kas con un poco de hielo, que es en mi opinión una bebida para élites del sabor, que proporciona una amargura delicada con puntas dulces muy contradictorias y sabrosas y, sin dejar de trabajar, le pegué candela a la marevita para darle un toque bonvivant más al envidiable emplazamiento de mi oficina.

Si currar siempre fuera así, con el olor del mar de fondo, un habano y un trago refrescante, la gente iría en el atasco cantando como los enanitos de Blancanieves. Me siento un privilegiado en esta tierra, aún salvaje y auténtica, en gran medida, porque no han desembarcado aquí todavía las hordas del turismo. Y es que, claro, como dice el poeta Novoneyra, en Galicia “Chove pra que eu soñe” (Llueve para que yo sueñe); el marisco de las Rías, que Dios tocó con su mano cuando se echó a descansar, va todo para Mercamadrid, donde el pescado es más fresco y mejor; el agua del mar, alimentada por la Corriente del Labrador, está muy fría. ¡Polar! Y sumad a todo esto que la Mahou es mejor cerveza que la Estrella.

Si yo tuviera que hacer una campaña para promocionar el turismo en Galicia usaría el mismo lema que el Gobierno Vasco, “Euskadi, ven y cuéntalo”, pero con un retoque: “Galicia: vete a Euskadi y ya te lo cuento yo luego, si eso y tal”.

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